Milenio Negro de J.G. Ballard

Bienvenido a Milenio Negro: el nuevo experimento social creado por el anarquista y provocador escritor inglés J.G. Ballard. Una novela que junto a Noches de Cocaína y Super-Cannes (y próximamente Kingdome Come), hace parte de una trilogía de thrillers detectivescos que, con un argumento similar, exploran psicopatologías de la sociedad contemporánea. Siempre con un protagonista que entra a una comunidad para resolver un misterio y queda atrapado en el ambiente; ambiente que gira en su propia órbita y que es más fuerte, e incluso más importante que los mismos personajes. De ahí que a estas últimas novelas de Ballard se les llame “novelas de ambiente”, porque los personajes pasan a ser una suerte de zombis sin emociones que se dejan seducir por la perversidad del lugar.

Como ocurre en el prestigioso barrio londinense Chelsea Marina, desierto luego de que algunos residentes quemaran sus casas porque no tienen con qué pagar los impuestos y la administración, porque las matrículas de los colegios están muy caras, porque los espacios en los parqueaderos cada vez son más reducidos. Y la clase media, aburrida y cansada, decide convertirse en el nuevo proletariado, quemando sus BMWs y Volvos, explotando cócteles molotov y destruyendo sus propiedades.

Así es como Ballard vuelve a jugar con la idea del consumismo como única ideología de vida, con personajes obsesivos como el doctor Richard Gould, un “terrorista sentimental” enamorado de niños con síndrome de Down e hidrocefalia, que le sugiere al protagonista David Markham, psicólogo y espía policial infiltrado en Chelsea Marina (cuya motivación es descubrir quién mató a su ex esposa) frases provocadoras como: “Matas a un político y quedas atado al motivo que te hizo apretar el gatillo.[...] Pero mata a alguien al azar, dispara un revólver dentro de un McDonald’s… el universo da un paso atrás y contiene el aliento.”; o frases metafóricas como: “Las señales no nos permiten ver la carretera. Quitémoslas para que podamos contemplar el misterio de una carretera vacía”. Y una femme fatale como la anarquista profesora de cine Kay Churchill, que mientras induce a Markham a la acción, dice: “El viaje es la última fantasía que nos dejó el siglo XX, la ilusión de que ir a algún sitio nos ayuda a reinventarnos”. Y otros personajes que siguen como un disco rayado repitiendo ideas paradójicas sobre encontrarle sentido a los actos sin sentido, encontrar la cordura en la locura, o la paz en la violencia. Ideas repetitivas que, como alguna vez dijo Martin Amis en un ensayo sobre Ballard, nos deja “temerosos de que la novela merodee a nuestro alrededor, dispuesta a no dejarnos en paz”. Y siendo Ballard un autor con una visión tan única (alimentada por una infancia como prisionero de guerra en un campo de concentración japonés), esa repetición de ideas funciona a su favor. De hecho, el diccionario de inglés Collins ha incluido en sus páginas la palabra “Ballardian”, para referirse a las condiciones (de modernidad distópica, paisajes desolados hechos por el hombre, y efectos psicológicos de los desarrollos sociales, ambientales o tecnológicos), descritas en sus novelas y cuentos.

En Milenio Negro las condiciones hicieron que Markham, bajo las instrucciones de su amante Kay Churchill, y el apoyo de una ex consejera científica y fabricante de bombas caseras (a las que ellas llama “provocaciones acústicas”) se sumara con bombas de humo al ataque de un video-club, a la quema del National Film Teather, al apoderamiento de la BBC y a la destrucción de la estatua de Peter Pan en Kensington Gardens, intentando de algún modo que ese mini-terrorismo se transformara en una verdadera sublevación.

Pero las ficciones de J.G. Ballard no tienen final feliz.

Al final comprendemos que la intención de la historia era explorar la psiquis del ser humano contemporáneo y exhibir sin ninguna emoción el absurdo en el que vivimos. Porque los personajes de Milenio Negro creían haber iniciado una revolución, “pero esos revolucionarios agradables y excesivamente cultos se rebelaban contra ellos mismos.”

[Texto: Hernán Ortiz]